¿Qué pasaría si nos tomáramos la vida (y sobre todo a nosotros mismos) menos en serio?
En algún punto de mi adolescencia empecé a ser muy self-conscious. Creo que no hay una traducción exacta en español. Pero empecé a estar muy consciente, incluso alerta, de mí misma. De cómo me veía, pero sobre todo de cómo “los demás” me veían. Ponía mucha de mi energía en intentar adivinar lo que los demás pensaban de mí. Ahora entiendo que esto era algo totalmente adaptativo a la etapa y necesario para mi desarrollo psicológico. Pero hay ciertos vestigios de esta manera de ser en el mundo que me siguen acompañando y creo que me están limitando.
Para que me entiendas bien, tengo que confesarte algo: siempre me ha costado equivocarme. No sé exactamente de dónde venga este miedo; estoy segura que de alguna herida. Cada vez que me equivoco, aunque sea en algo pequeño, me “triggero”. Es decir, me detono. Y aquí me acuerdo de uno de mis maestros de mi diplomado en Trauma que dijo algo como: cuando hay una respuesta emocional aparentemente desproporcionada al estímulo podemos sospechar de trauma. Cada vez que me equivoco siento una profunda vergüenza, literalmente siento cómo mi cuerpo se calienta. Me inunda el miedo –el pánico– de que alguien descubra mi error. Me aterra que alguien me desarme y descubra la verdad: que soy fundamentalmente defectuosa.
Siento lo absurdo de esta idea mientras la escribo. Por supuesto que no tiene sentido. Lógicamente entiendo que es imposible no equivocarse, que está en la definición de ser humano. Me sé todos los argumentos pero como sabes, los miedos rara vez son racionales. A la vez, siento ternura por esa versión mía que algún día sintió que equivocarse era un peligro. Quisiera poder decirle que no tiene caso estresarse. Quisiera poder contarle de todas las veces que va a equivocarse y de lo necesarios que serán esos errores. “Después lo entenderás, aunque tampoco hace falta entenderlo para que sea perfecto. Ya sé que no lo parece– es parte del encanto. Intenta ser paciente.”
Lo que intento decir es que este miedo desproporcionado a equivocarme siempre me ha acompañado y siento como cada vez es más inconveniente– tiene la mala costumbre de limitarme. Tal vez es precisamente por eso que admiro a las personas que parecen vivir sin ese miedo. Observo con tanta fascinación a esas personas que son capaces de no tomarse a sí mismas tan en serio. Como sabes –lo he dicho antes– persigo a toda costa la ligereza. Y estas personas parecen haberlo resuelto: algo entendieron– caminan más ligeras. Se liberaron del miedo.
Me he dado cuenta de que el miedo a equivocarme me impide hacerle a la vida esas preguntas que más me emocionan. Y esto es porque a mi miedo a equivocarse le gusta habitar en la ilusión de la certeza, en lo conocido, en lo cómodo. Aunque he decidido que me resulta más aterrador pensar en todo lo que me he perdido por miedo a salir de lo conocido.
Creo que uno de los superpoderes mas increíbles es poder reírte de ti mismo. Aceptar, con total paz y en anticipación, que no eres perfecto; que no tienes porqué serlo. Qué pesadas llegan a ser las expectativas que nos ponemos. Esta gente que ha logrado vencer el miedo o que tal vez nunca lo tuvo entiende que la vida se trata de un juego.
Mira, yo no sé mucho de la vida. Y dudo que alguien sepa de qué va en su totalidad. Pero sí algo he descubierto es que prefiero vivir con ligereza en lo que me entero de qué trata todo este juego. Prefiero–elijo–quiero– ir por la vida desde la curiosidad, explorando, divirtiéndome. Estoy aprendiendo.
Porque al final, las mejores cosas que me han pasado han sido el resultado de intentar contestar preguntas que se sienten como un reto.
Con el ruido en la cabeza, con las dudas en el pecho y con la esperanza —a veces tonta, a veces sabia— de que algo bueno puede salir, incluso de las decisiones hechas con miedo.
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Te comparto unos ejemplos:
¿Qué pasaría si empiezo a publicar lo que escribo?
¿Qué pasaría si aplico al internado de mis sueños?
¿Qué pasaría si uso mis ahorros para comprar un vuelo a Madrid?
¿Qué pasaría si me abro un canal de YouTube?
¿Qué pasaría si creo un programa online sobre Propósito?
Las respuestas a las últimas dos preguntas todavía no las sé. Ya te contaré…
Entonces, haz tus preguntas. ¿Qué quieres averiguar? Te sorprendería todo lo que existe del otro lado de la comodidad, de lo conocido, de eso que hoy afirmas con punto final.
Además, ¿y si la vida te da lo que le atreves a pedirle?
A mí me da más miedo quedarme sin averiguarlo.
Y eso es algo que no quiero olvidar: la mezcla de inocencia y atrevimiento. No sé lo que hay al otro lado pero quiero averiguarlo. Desprenderme más todavía de la vergüenza y de la pereza, del ansia por la perfección. Dejar de ser alguien que vive de hipótesis, teorizando, y lanzarme a plantar algo, lo que sea, con la inercia de querer intentarlo, de querer que brote, de cuidarlo para conseguirlo.
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¿Qué si la calidad de tu vida depende de las preguntas que te atrevas a hacer?
¿Qué si esta pregunta es una de ellas?
¿Qué si en verdad ya eres lo suficientemente valiente para responderlas?
Algo en mí me dice que sí.
Me encantaría que me contaras sobre esas preguntas que has lanzado con todo y el miedo y las cosas tan maravillosas que salieron de eso. ¡Te leo!
Y te abrazo,
– Isabel
Me gustó lo que escribiste, porque la neta yo a veces siento exactamente eso…
Que tengo esta necesidad constante de hacerlo todo perfecto. De decir lo correcto, de actuar de la mejor forma, de no equivocarme. Como si ser perfecta fuera parte de mi identidad.
Pero qué flojera. Porque llega un punto en el que me doy cuenta de que esa perfección que tanto busco… me está quitando la espontaneidad, la ligereza, y hasta la diversión.
Una vida sin errores puede sonar ideal, pero la verdad es que también suena aburrida.
Los errores nos enseñan, nos confrontan, nos hacen crecer. A veces incluso nos hacen reír después de llorar. Y eso no lo cambio por nada.
Lo mejor es dejar que las cosas fluyan. Porque no se trata de ser perfecta, se trata de ser real. Y en esa autenticidad, con todo y errores, también hay belleza.
Admito tu valentía, tu valentía contagiosa que me invita a hacerla mía.